PUNTA ARENAS - 2011

PUNTA ARENAS - 2011

miércoles, 30 de agosto de 2006



CANTURREANDO.

En 1972 yo estudiaba (bueno... no estudiaba mucho, pero estaba en la universidad) y me ganaba unos pesos oficiando de fotógrafo en matrimonios, además de retratando niños y damas. Esta foto es de un matrimonio en lo que era en ese entonces la población predominantemente obrera de Peñalolén. Costó bastante digitalizarla, ya que el negativo estaba en muy malas condiciones, pero afortunadamente no disparó el flash, y quedó una imagen muy especial.

martes, 29 de agosto de 2006



LUNA.

Es el nombre de esta burrita, que es también un poco narcicista, como todos los burros. Pertenece a mi amigo Fernando Pinto (Coyhaique, 2005).

jueves, 24 de agosto de 2006

YO, NARCISO.

Narciso (mitología).
De Wikipedia, la enciclopedia libre


Eco y Narciso, por John William Waterhouse.

En la mitología griega, Narciso (en griego Νάρκισσος) es un hermoso joven, hijo del dios del río Cefiso y de la ninfa Liríope. Cuando nació, sus padres consultaron al adivino Tiresias que dio la siguiente respuesta: "Vivirá hasta viejo si no se contempla a sí mismo".

A causa de su gran belleza, tanto doncellas como muchachos se enamoraban de Narciso, pero él rechazaba sus insinuaciones. Entre las jóvenes heridas por su amor estaba la ninfa Eco, quien había disgustado a Hera y ésta la había condenado a repetir las últimas palabras de lo que se le dijera.

Eco fue, por tanto, incapaz de hablarle a Narciso de su amor, pero un día, cuando Narciso estaba caminando por el bosque, acabó apartándose de sus compañeros. Cuando él preguntaba “¿Hay alguien aquí?”, Eco contenta respondía: “Aquí, aquí”. Incapaz de verla oculta entre los árboles, Narciso le gritó: “¡Ven!”. Después de responder: “Ven, ven”, Eco salió de entre los árboles con los brazos abiertos. Narciso cruelmente se negó a aceptar el amor de Eco; ella estaba tan apenada que se ocultó en una cueva y allí se consumió hasta que nada quedó de ella salvo su voz. Para castigar a Narciso, Némesis, la diosa de la venganza, hizo que se apasionara de su propia imagen reflejada en una fuente. En una contemplación absorta, incapaz de apartarse de su imagen, acabó arrojándose a las aguas.

Otras versiones cuentan que admirado por su figura en el cauce de un río murió de inanición. En el sitio donde su cuerpo había caído, creció una hermosa flor, que hizo honor al nombre y la memoria de Narciso.


Más de 50 millones de bloggeros en el mundo, todos Narcisos en mayor o menor medida, nos miramos al espejo de nuestros diarios de vida, nuestros pensamientos exhibidos en la red, nuestras imágenes, nuestras creaciones. Todos queremos admiración, o conmisceración, que para el caso viene siendo lo mismo, somos ególatras y egocéntricos. Y si no ¿cuándo?, digo yo. Y apenas nos visitan unos pocos amigos, que son los que evitan que se seque la laguna-espejo.

(Ni ayer ni hoy he podido entrar imágenes. Si alguien puede ayudar...)

sábado, 19 de agosto de 2006



INVITACIONES.

La primera: conozcan un blog inteligente, ameno, bien escrito. Le doy la bienvenida a mis vínculos favoritos.

La segunda: mi editorial del último número de la Revista Chilena de Pediatría.

Latercera invitación de hoy: otro blog inteligente, ameno, bien escrito, y con hermosas fotos.

Las fotos, no muy buenas, son de la fachada y el interior de "La Boquería" o Mercat St. Josep, que desde 1836 surte de productos agrícolas a Barcelona. (España, 2001)

viernes, 18 de agosto de 2006


TOMÉ UNA DECISIÓN.

Dedicaré este blog casi exclusivamente a mostrar fotos, como este retrato que le hice a mi ahijada Paulita Villaseca (La Serena, 1972). Hace muchos años que no la he visto.

Si a alguien le interesa mi novela, la encontrará aquí.

jueves, 17 de agosto de 2006


CERRO DE LA CRUZ.

Ésto se ve desde la sala de partos del Hospital Regional de Punta Arenas. Invierno de 2005.

lunes, 14 de agosto de 2006


PORTO.

Desde el ponte D. Luiz I se aprecia el río Douro y muy parcialmente la bellísima ciudad de Porto. Al frente, Vila Nova de Gaia, donde se almacena el famoso vinho de Porto ("oporto"). Portugal, 2001.

domingo, 13 de agosto de 2006


PALACIO DE LA MONEDA.

En 1971, ésta era la puerta norte.

A continuación, y para seguir la secuencia que recomienda la tradición y la lógica, repito el borrador del segundo capítulo de mi novela.

II

Cuando el carabinero Norambuena, llegado hacía poco a Ladera Chica, se presentó ante el juez Valdivia, al mediodía del día siguiente, se encontraba verde como su uniforme. Con su talonario de citaciones, recitó el causal del parte, abundando en explicaciones.

- Estando el móvil en cuestión estacionado a menos de nueve metros de la línea de…

- Está bien, Norambuena, - interrumpió el juez, - me parece muy bien su celo funcionario, pero tenga en cuenta que, no habiendo mayor flujo vehicular en la intersección “en cuestión”, sería de buen criterio reservar su energía para infracciones más graves.

- El reglamento es muy claro, señor magistrado, en lo que se refiere a estacionamiento en…

- Norambuena , - susurró Valdivia, impaciente, - el “móvil” es mío.

- ¿Suyo?

- Mío.

Santiago Valdivia observó cómo la cara del carabinero Norambuena, marcada por las cicatrices del acné que sufriera en su no lejana pubertad (de hecho, aún parecía poco más que un niño), pasaba del verde pálido al rubicundo. En realidad le resultaba casi enternecedor ver a este jovencito, arropado en su uniforme de invierno, sudando al calor del mediodía, pestañeando y girando nerviosamente la gorra entre sus manos. Le recordó a su hijo Esteban, de aproximadamente la misma edad, unos veintidós años, becado en la Universidad de Frankfurt, y a quien no veía desde havía más de un año.

- Vaya tranquilo, Norambuena, - le dijo a su carabinero-hijo, guiñándole un ojo en gesto de complicidad - aquí no ha pasado nada. Le abrió la puerta del despacho, y mientras Norambuena se retiraba, tartamudeando disculpas por la torpeza cometida, vio a la mujer con el niño en la sala de espera.

En lugar de cerrar nuevamente la puerta, el juez Valdivia hizo, sin saberlo, sin siquiera sospecharlo, algo que torcería para siempre el anodino curso de su vida. En lugar de cerrar la puerta, echando como siempre una mirada indiferente a las personas que allí esperaban, cada una con sus mundos de miserias, disputas y conflictos, se quedó mirando como por primera vez, a la mujer con el niño. Desde el otro extremo de la sala, Chicuy, pasando de una oficina a otra con un legajo de papeles y su interminable Viceroy colgando de su boca, lo miró con el rabillo de sus ojos indígenas, sin entender qué hacía el juez, parado en la puerta, mirando fijamente a la mujer. Ocho o nueve personas que se encontraban en la sala esperando la atención del Juzgado de Menores, algunas hojeando un diario, otras conversando entre sí, fueron poco a poco acallando el rumor de sus voces y de sus movimientos, dirigiendo en forma alternada sus miradas del juez a la mujer objeto de su atención. Cuando ésta, que se encontraba ocupada amamantando al niño, tomó conciencia del silencio y levantó la cabeza, todos en la sala la observaban fijamente, con las ansias propias de quienes saben que algo grande está por suceder. Turbada, los recorrió con sus ojos café oscuros, casi negros, y vio también en la puerta a ese hombre viejo y cano, de bigote espeso, que se rascaba la ceja izquierda sin dejar de mirarla.

- Pase, - musitó Santiago Valdivia, sin saber por qué, porque lo dominó una fuerza extraña, impulsándole irresistiblemente a actuar como lo hizo.

- ¿Yo?

- Sí.

- Estoy esperando a..

- Si sé, no importa.

Sorprendida, Juliana Córdova Lazcano tomó al niño, se levantó y entró en la oficina. El silencio de la sala de espera se mantuvo suspendido en el calor del mediodía, sólo interrumpido por el traquetear de la Underwood tras las puertas del Juzgado de Menores. Cuando el mayordomo abrió la puerta de la oficina donde había entrado, arrastrando nuevamente sus bototos por el empolvado parqué, recién se reanudaron las conversaciones, primero en sordina, luego aumentando poco a poco, sumándose las voces, creciendo en intensidad, como un remolino ascendente, invadiéndoles a todos menos a Chicuy, que no entendía nada, una euforia embriagadora, porque sabían que habían sido testigos del inicio de los acontecimientos más memorables que nunca pudiesen haber existido en la historia provinciana de Ladera Chica. Los gritos de la actuaria, en la puerta del Juzgado de Menores, exigiendo silencio, fueron incapaces de acallar la alegría, y la jueza decidió suspender las audiencias hasta el día siguiente.

Incómodo, sin saber por qué diablos había hecho lo que había hecho, de pie frente a la mujer con el niño en brazos, se sintió extremadamente ridículo. Ella le devolvió la mirada, como interrogándolo, en espera de la explicación que el juez no tenía. Los segundos, en tales circunstancias, se hacen eternos.

- Pensé que aquí estarías más cómoda para darle pecho al niño, - discurrió, por fin, tuteándola como corresponde a una persona mayor, y más encima investida de autoridad. No te preocupes, yo estaré ocupado con estos expedientes, y no voy a mirar. “Sí, eso tiene que ser”, pensó. “La verdad es que me dio lástima, verla sentada día tras día esperando su turno o lo que sea, y la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, es que me gustaría mirar, pero no lo voy a hacer”.

- Gracias, señor, - contestó ella, aún más sorprendida, - muy amable de su parte, pero ya terminé de amamantarlo.

El niño eructó sonoramente, refrendando a su madre.

- ¡Por Dios, bebé! ¡Qué modales! - Ella rió, mostrando su blanca dentadura, destacando en la piel morena y tersa de su cara. - Además, estoy esperando que me llamen.

viernes, 11 de agosto de 2006


SESENTA AÑOS.

El de la fotografía soy yo, hace sesenta años. Tantas cosas, tantas historias, tanto tiempo... gracias a la vida.

miércoles, 9 de agosto de 2006


EL MURO.

Toda la inseguridad y perplejidad de un niño que se enfrenta al futuro que le estamos deparando, parece reflejarse en esta foto que tomé en Santiago en 1971. ¡Cómo iba a ser de otra manera, si en lugar de un mundo mejor, lo agredimos con bombardeos que lo sepultan bajo toneladas de escombros, o lo quemamos o lo descuartizamos! Y si sobrevive, las secuelas físicas y psicológicas lo convertirán para siempre en un ser limitado, lleno de resentimiento y odio, dispuesto a cualquier cosa por revancha. ¿Quién entiende? ¿No es el Islam una religión de paz? ¿Qué pasó con las leyes de Moisés y "No matarás"? ¿Y las sociedades que se dicen seguidoras de ese Nazareno que decía "La paz os doy, la paz os dejo"? ¿Qué hacen?

Cito:
"Un niño despedazado no es judío, ni es comunista, ni es terrorista árabe. Andan por la vida, que recién inician, llamando a su mamá. Eso, solamente. Ése es su pecado.

Enrique Lafourcade
El Mercurio
Domingo 6 de agosto de 2006"

lunes, 7 de agosto de 2006



LAGUNA AZUL.

Ahí está la foto que les quería mostrar ayer (parece que había congestión dominical). En el Parque Nacional Torres del Paine están prohibidos los arreos de ganado, pero estos ovejeros acortaron camino por terrenos aledaños a la Laguna Azul, que se aprecia parcialmente al fondo. Me regalaron la oportunidad de captar esta linda imagen (marzo 2006).

domingo, 6 de agosto de 2006

TRAGEDIA.

Por motivos que no he podido dilucidar, no puedo entrar imágenes, lo que para mí es una tragedia de proporciones insospechadas.

Lo que sigue es el borrador del primer capítulo de mi última novela "Los amantes que hacían llover". El segundo capítulo se encuentra en mi entrada del 8 de julio.

I

El juez Santiago Valdivia se rascó por última vez, en su oficina, la ceja izquierda. Apuró su café amargo, como a él le gustaba, apretujó algunos papeles en su maletín, que más parecía un bolsón de colegial de los años 60, y salió de su despacho con paso bastante ágil para sus cincuenta y ocho años. Mejor llevados que los cincuenta y tres del mayordomo, quien ya hacía el aseo de la sala de espera, en donde sólo se encontraba esa mujer con su hijo de meses, a quien ya había visto en otras ocasiones, esperando a la jueza de menores.

- Hasta mañana, magistrado, – gruñó Chicuy entre sus labios que se negaban a modular cristianamente, so pena de dejar caer el Hilton que ya llegaba al filtro.

- Hasta mañana, - contestó desganadamente Valdivia, observando cómo iba quedando tierra sobre las molduras, ya que Chicuy nunca fue capaz de comprender que el aseo se hace más arriba de las suelas de los zapatos. Esto convertía su faena en un levantar crónico de polvo, el cual se iba depositando meticulosamente sobre cantos de puertas, cuadros, estantes, expedientes y viejas secretarias.

Al salir a la calle, no pudo evitar entrecerrar los ojos, encandilado por el sol del ocaso de ese verano que se negaba a abandonar Ladera Chica, a pesar del porfiado calendario que señalaba que estaba bien adentrado el otoño. Mirar el sol, sentir el olor de los secos pastizales que traía el suave viento del atardecer y estallar en una salva de estornudos fue todo uno para el juez Valdivia. Entre sus lágrimas, escozores y humedades de ojos y nariz, logró avizorar su viejo Chevette 78. Hurgueteó entre sus bolsillos en busca de las pildoritas antialérgicas o el spray nasal, que según el médico debían usarse diariamente, cosa que recordaba siempre cuando era demasiado tarde, y no sólo no los encontró, sino tampoco al rollito de papel higiénico que había guardado esa mañana, al acabar su stock de pañuelos desechables. Levantando la cabeza para forzar a la fuerza de gravedad a acudir en su auxilio, al sentir la inexorable caída de la producción nasal sobre su bigote, palpó, más que vio, la papeleta adherida bajo el limpiaparabrisas, por la cual se le citaba al juzgado de Policía Local por estar estacionado a menos de nueve metros de la línea de edificación.

Una vez dentro de la confortable familiaridad de su automóvil, se sonó la nariz ruidosamente con el parte policial, se secó los ojos y limpió los anteojos con la corbata, y suspiró aliviado. Echó a andar el motor y se dirigió lentamente, como casi todos los días, hacia su casa. Esta travesía de nueve minutos exactos era uno de sus pocos momentos diarios, aparte de sus largas duchas matinales, de tranquilidad, de pensar y tomar decisiones trascendentales, como él solía contar a sus amigos. Hastiado de las tandas publicitarias de la radio, empujó el casete, y los Beatles, a mitad de la canción I’ll Follow the Sun, inundaron la estrecha atmósfera de la cabina del Chevette, logrando en parte acallar el traqueteo de las crucetas, que se quejaban dolorosamente en cada cambio de marcha.

Como cada vez que algo le inquietaba, se rascó la ceja izquierda mientras veía pasar, camino a su casa, los campos resecos y resquebrajados. Unas pocas vacas atrozmente flacas y de ubres apenas visibles, mordisqueaban unas hebras de pasto amarillento, y bebían ansiosamente de cubetas con agua traídas por sus amos. El puente del río Ladera Chica no cruzaba más que sobre arenales duros y resquebrajados, que aún a esa hora del atardecer conservaban el calor del sol. Pero no era la sequía lo que hacía al juez Santiago Valdivia sentirse inusualmente inquieto. Tampoco era la picazón de los ojos, enrojecidos y todavía llorosos. Desde hacía un tiempo no bien determinado, había algo en que le molestaba, y no sabía qué. Más aún, recién en ese instante, al llegar a la pequeña parcela en que vivía con su mujer, precisamente en el momento en que, al cruzar el portón de entrada sintió el inconfundible arrastrar de una llanta sobre un neumático desinflado a su costado izquierdo trasero, se dio cuenta de que algo, indefinido e indefinible, estaba ocurriendo con su vida. Se propuso averiguarlo.

Esa noche, como de costumbre, cenó en silencio, aún más ensimismado que otras veces. Pocas palabras cruzaba con su mujer, ya que pocos intereses tenían en común, y había sucedido lo que siempre temió: cuando sus hijos se fueran de casa, ya habrían agotado los temas de conversación.

jueves, 3 de agosto de 2006



LISBOA.

Este tranvía circula por la Plaza del Comercio, la más conocida de Lisboa, así como por otros barrios. Algunos han sido reemplazados por máquinas modernas, pero sin encanto, como el de más arriba (2001).

Hoy les quiero presentar también a mi amigo Carlos Almazán.

martes, 1 de agosto de 2006


FUNDOS CHILENOS.

La foto corresponde al fundo "La Aguada", cercano a Cauquenes, y fue tomada en 1973. No tiene nada que ver con el fundo "Los Laureles", cercano a Licantén, pero sirve para ilustrar el cuento que viene a continuación, ambientado a fines del siglo XIX. Pudo haber sido el comienzo de una saga, pero sólo llegó hasta ahí.

LA HAZAÑA

1960
Academia Literaria Primer Ciclo

Don Ramiro Domínguez hacía ya cinco años que era propietario del fundo “Los Laureles”. Gracias a su constante trabajo y con la ayuda de Ramón, su hijo mayor, había reunido bastante dinero y había comprado el fundo vecino, el de las Majadillas. Pero ya no se llamaba así, había pasado a formar parte del fundo “Los Laureles”. Don Ramiro, con el producto del fundo, había reunido una pequeña fortuna, que escondía detrás de una piedra movible de la chiminea (sic).
Un día cualquiera, y a una hora del mediodía, se dispuso a sacar algo de dinero para comprar una vacas que iban a rematar esa tarde en el remate anual. Cuidadosamente sacó la piedra, luego el paquete. Sacó doscientos mil pesos y luego guardó el paquete y volvió a colocar la piedra. Puso el dinero en su billetera y se alejó, muy confiado, pues creía que nadie lo había visto en su delicada operación.
Pero no era así. Una de las empleadas, que estaba detrás de la cortina que separaba el salón del comedor, lo había visto todo. Sus ojos habían brillado de codicia. Su esposo, uno de los inquilinos, era de muy dudosa honradez, pues varias veces se le había sorprendido tratando de robar herramientas, y aunque él lo negaba, don Ramiro había quedado dudoso. En verdad era un ladrón conocido más al norte, Fígaro Cortés, y que por desgracia no habían llegado noticias de él a Licantén. Su única debilidad era que gustaba mucho de los niños y esto fue lo que lo hizo fracasar. Felipe, hijo de don Ramiro, que al llegar al fundo era todavía una guagua, ahora contaba con seis años cumplidos. Era moreno, alto para su edad y sus ojos color castaño demostraban una inteligencia propia de un niño mayor.
Generalmente Fígaro le daba unos dulces que hacía su mujer. Ese día como todos los otros, fue Felipe a su casa. Andaba con ánimo de hacer travesuras, y entró sigilosamente para darle un susto. Al no encontrar a nadie en la casa, se sentó a esperarle. A los cinco minutos, Felipe vio por la ventana que se acercaba con su mujer y se escondió debajo de la cama. Vio que se abría la puerta y entraron dos pares de pies. Venían conversando casi en un susurro, como temiendo ser oídos.
- Y eran re hartos, como dos millones – decía ella.
- ¿Y donde estaban?
- En la chiminea, se saca una piedra y en un hoyito están.
- ¿Bueno, y está don Ramiro en la casa?
- No, fue a un remate que hay en Licantén.
- Bueno, ándate pa’ allá a atender a doña Pamela, ¿Qué no está enferma? Esta noche voy a ir. Ahora tengo que ir a trabajar en los regadíos.
Felipe comprendió que querían el dinero de su padre. Pensó que si lo descubrían de seguro que lo matarían.
Vio que los pies de la mujer se iban por la puerta.
Notó que las ojotas de Fígaro estaban a su lado, y cuando iba a trabajar en los regadíos generalmente las llevaba puestas. Mientras Fígaro se sacaba los zapatos, felipe se corrió lentamente más hacia el fondo. Al topar su zapato con la muralla, produjo un ruido casi inaudible. A Felipe le llegó el corazón a la boca. Por suerte para él, Fígaro no lo oyó y tranquilamente terminó de sacarse los zapatos. Se agachó, y con la vista puesta en las ojotas, las sacó mientras Felipe contenía la respiración. Cuando las hubo sacado, éste suspiró aliviado. Por un momento pensó que Fígaro había oído el suspiro, pero vio que las ojotas con los pies encima se alejaban por la puerta y ésta se cerraba tras ellas.
Pasaron cinco…, diez minutos antes que Felipe saliera. Lo hizo cautelosamente. Abrió la puerta y echó a correr hasta donde se encontraba Ramón, su hermano. Mientras corría, tropezaba a cada rato. Al pasar al lado de un charco, resbaló y cayó de bruces dentro de éste. Se levantó desesperado, con la cara enlodada y chorreando agua. Para acortar camino trepó sobre una reja y siguió corriendo por el potrero, que al parecer estaba vacío. Pero detrás de unas zarzamoras salió un toro bravo, que echando espuma por las narices y el hocico, echó a correr en pos de Felipe. Éste, al verlo comenzó a subir a un árbol que por fortuna estaba ahí cerca. Trepó a una rama alta y ahí esperó que se fuera el toro. Pero el toro tranquilamente comenzó a rondar el árbol, mugiendo. Después de un rato se echó a su sombra. Pasaron dos horas y Felipe estaba cada vez más desesperado. Pensaba en su padre, ¿qué haría sin el dinero? Ya era la hora del crepúsculo. Seguramente su hermano ya se había ido a buscar a su padre en la carreta vieja. Quizá Fígaro ya estuviera en su casa, robando.
Comenzó a correr un airecillo frío. Felipe estornudó. El toro, inquieto, mugió y se levantó. Caminó hacia las zarzamoras y desapareció tras ellas. Felipe, temeroso, esperó un rato, y después de algunos minutos bajó del árbol. Ya estaba completamente obscuro (sic) cuando pasó el portón. Corrió hacia la casa. Al llegar, miró por la ventana del salón. No había nadie. Empujó la puerta y entró. Miró hacia el cuarto de su madre: dormía. La empleada ya se había ido. Había que hacer algo. Éste era el único día del año en que salía Don Ramiro, y a Fígaro se le ocurría entrar a robar. De pronto, tuvo una idea. Fue a la cocina y trajo tarros, ollas, cacerolas, cucharas y otros utensilios de cocina. Cuando había terminado con esta faena, miró por la ventana. Justo a tiempo. A lo lejos se veía, a la luz de la luna, la silueta de un hombre que se acercaba. Rápidamente encendió todas las lámparas de parafina. Tomó algunas cucharas y comenzó a golpear las ollas.
Fígaro se detuvo al oír tal ruido, y pensó:
- Parece que hay fiesta donde el patrón, y esta huasa me dijo que no había naiden.
Felipe vio por la ventana que daba media vuelta y se alejaba.
Suspiró aliviado. Había salvado la fortuna de su padre. Seguramente lo considerarían como un héroe, le darían alguna medalla. Hasta a lo mejor le comprarían caballo para él sólo. Mientras decía esto, seguía golpeando tarros, cacerolas, distraídamente. De pronto oyó a su madre desde el cuarto vecino.
- Felipe, ¿eres tú?
- Sí amá,- dijo.
- Ven pa cá. ¿qué estai haciendo?
Felipe entró al cuarto echando pecho, orgullosamente.
- Estaba asustando a Fígaro, que venía a robar.
-Mira como andai, todo mojado, y con el frío que hace. Too sucio, también, y diciendo mentiras. Mire que Fígaro iba a venir a robar.
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