PUNTA ARENAS - 2011

PUNTA ARENAS - 2011

domingo, 6 de agosto de 2006

TRAGEDIA.

Por motivos que no he podido dilucidar, no puedo entrar imágenes, lo que para mí es una tragedia de proporciones insospechadas.

Lo que sigue es el borrador del primer capítulo de mi última novela "Los amantes que hacían llover". El segundo capítulo se encuentra en mi entrada del 8 de julio.

I

El juez Santiago Valdivia se rascó por última vez, en su oficina, la ceja izquierda. Apuró su café amargo, como a él le gustaba, apretujó algunos papeles en su maletín, que más parecía un bolsón de colegial de los años 60, y salió de su despacho con paso bastante ágil para sus cincuenta y ocho años. Mejor llevados que los cincuenta y tres del mayordomo, quien ya hacía el aseo de la sala de espera, en donde sólo se encontraba esa mujer con su hijo de meses, a quien ya había visto en otras ocasiones, esperando a la jueza de menores.

- Hasta mañana, magistrado, – gruñó Chicuy entre sus labios que se negaban a modular cristianamente, so pena de dejar caer el Hilton que ya llegaba al filtro.

- Hasta mañana, - contestó desganadamente Valdivia, observando cómo iba quedando tierra sobre las molduras, ya que Chicuy nunca fue capaz de comprender que el aseo se hace más arriba de las suelas de los zapatos. Esto convertía su faena en un levantar crónico de polvo, el cual se iba depositando meticulosamente sobre cantos de puertas, cuadros, estantes, expedientes y viejas secretarias.

Al salir a la calle, no pudo evitar entrecerrar los ojos, encandilado por el sol del ocaso de ese verano que se negaba a abandonar Ladera Chica, a pesar del porfiado calendario que señalaba que estaba bien adentrado el otoño. Mirar el sol, sentir el olor de los secos pastizales que traía el suave viento del atardecer y estallar en una salva de estornudos fue todo uno para el juez Valdivia. Entre sus lágrimas, escozores y humedades de ojos y nariz, logró avizorar su viejo Chevette 78. Hurgueteó entre sus bolsillos en busca de las pildoritas antialérgicas o el spray nasal, que según el médico debían usarse diariamente, cosa que recordaba siempre cuando era demasiado tarde, y no sólo no los encontró, sino tampoco al rollito de papel higiénico que había guardado esa mañana, al acabar su stock de pañuelos desechables. Levantando la cabeza para forzar a la fuerza de gravedad a acudir en su auxilio, al sentir la inexorable caída de la producción nasal sobre su bigote, palpó, más que vio, la papeleta adherida bajo el limpiaparabrisas, por la cual se le citaba al juzgado de Policía Local por estar estacionado a menos de nueve metros de la línea de edificación.

Una vez dentro de la confortable familiaridad de su automóvil, se sonó la nariz ruidosamente con el parte policial, se secó los ojos y limpió los anteojos con la corbata, y suspiró aliviado. Echó a andar el motor y se dirigió lentamente, como casi todos los días, hacia su casa. Esta travesía de nueve minutos exactos era uno de sus pocos momentos diarios, aparte de sus largas duchas matinales, de tranquilidad, de pensar y tomar decisiones trascendentales, como él solía contar a sus amigos. Hastiado de las tandas publicitarias de la radio, empujó el casete, y los Beatles, a mitad de la canción I’ll Follow the Sun, inundaron la estrecha atmósfera de la cabina del Chevette, logrando en parte acallar el traqueteo de las crucetas, que se quejaban dolorosamente en cada cambio de marcha.

Como cada vez que algo le inquietaba, se rascó la ceja izquierda mientras veía pasar, camino a su casa, los campos resecos y resquebrajados. Unas pocas vacas atrozmente flacas y de ubres apenas visibles, mordisqueaban unas hebras de pasto amarillento, y bebían ansiosamente de cubetas con agua traídas por sus amos. El puente del río Ladera Chica no cruzaba más que sobre arenales duros y resquebrajados, que aún a esa hora del atardecer conservaban el calor del sol. Pero no era la sequía lo que hacía al juez Santiago Valdivia sentirse inusualmente inquieto. Tampoco era la picazón de los ojos, enrojecidos y todavía llorosos. Desde hacía un tiempo no bien determinado, había algo en que le molestaba, y no sabía qué. Más aún, recién en ese instante, al llegar a la pequeña parcela en que vivía con su mujer, precisamente en el momento en que, al cruzar el portón de entrada sintió el inconfundible arrastrar de una llanta sobre un neumático desinflado a su costado izquierdo trasero, se dio cuenta de que algo, indefinido e indefinible, estaba ocurriendo con su vida. Se propuso averiguarlo.

Esa noche, como de costumbre, cenó en silencio, aún más ensimismado que otras veces. Pocas palabras cruzaba con su mujer, ya que pocos intereses tenían en común, y había sucedido lo que siempre temió: cuando sus hijos se fueran de casa, ya habrían agotado los temas de conversación.

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